viernes, 10 de mayo de 2013

Vida sencilla y sana

N. del. A. La tragedia de Bangladesh debería concienciarnos de que nuestros hábitos de consumo son responsables de buena parte de las desgracias que asolan el mundo y tal vez, en el futuro, hagan el trabajo del meteorito destinado a destruir la vida en el planeta. Pero ninguno de nosotros queremos que nos molesten, mejor mirar a otro lado. Somos así.
Año IV Opus 130
Esta mañana me he levantado temprano, cuando el maldito radio despertador fabricado en el sudeste asiático por mano de obra infantil ha inundado el silencio de mi habitación con las noticias de una emisora radiofónica que, como todas, difunde información tergiversada y tendenciosa. He refunfuñado y jurado  como un galeote, a pesar de que el sólo hecho de madrugar para ir al trabajo cada día laborable me diferencia de algo más de cinco millones de personas sólo en España.  No es bonito, pero qué le voy a hacer.

He desayunado un vaso de leche de vacas criadas y ordeñadas industrialmente donde he disuelto un par de cucharadas de cacao, cultivado y molido en un asolado país de África por unas pobres gentes a las que malpaga una multinacional europea. Después, me vestí con ropa sencilla, no soy de mucho presumir, así que me bastan las prendas que compro en tiendas de moda, bonitas aunque baratas, porque se fabrican en Bangladesh, bajo uno techos que se vienen abajo en cuanto la ocupación humana apenas supera el quinientos por ciento del aforo. No es bonito tampoco, pero qué le voy a hacer.

Acudo al trabajo en el metro, gracias a ese milagro que es la energía eléctrica que generan nuestras centrales nucleares, las cuales no me preocupan porque son fiables al cien por cien, según nos aseguran los grandes divos del Consejo de Seguridad Nuclear, a quienes Dios Guarde Muchos Años (cerca de un reactor, si es posible). Bien pensado, no puedo decir que es bonito, pero qué le voy a hacer.

Ya en la oficina, he podido atender muchos clientes, merced a las disputadísimas tierras raras que son parte imprescindible de los chips superconductores de mi ordenador. Puede que en el futuro estemos en guerra con China por el control de esos lantánidos. Y también puede ser que el litio que alimenta las baterías de mi móvil acabe algún día con los bellos salares bolivianos. Sé que todo eso no es bonito, pero qué le voy a hacer.

Al llegar a casa, como no tenía atún de ese que se pesca dinamitando delfines, tuve que utilizar mi coche para ir al supermercado, a pesar de que sé que el efecto invernadero nos augura un árido y terrible futuro, pero lo he contrarrestado utilizando combustible con mezcla de biodiésel, es decir, que se rebaja la carga de carbono de origen fósil con carbono de origen alimentariamente injusto. Dicho así, está claro que no es bonito, pero qué le voy a hacer.

Cuando por fin puedo descansar en casa, pongo lavadora y me ducho a placer, sin miedo a gastar agua porque este año ha llovido mucho y no recordamos ya los años de la pertinaz sequía. Ceno una ensalada con insulsas verduras traídas en avión desde el otro lado del planeta y me hipnotizo con el fútbol que profusamente me sirve la televisión a diario. Bonito, lo que se dice bonito no es, pero qué le voy a hacer.

Esta es mi vida sencilla y sana, en la que transcurren pacíficamente los días sin haber hecho daño a nadie. La vida no es justa, alguien tiene que solucionarlo. Alguien que tenga tiempo, que yo tengo que ir a comprarme un chándal o a planificar mis vacaciones. Soluciónelo usted, por ejemplo, yo no puedo porque sólo estoy programado para consumir, contribuir y, cada cuatro años, votar. Porque yo no soy responsable de... ¿nada?

Está claro que no es bonito, pero si sabe de algo que pueda hacer yo, no me lo diga. Por favor, no me moleste.

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