N. del A. España va camino de convertirse en un desierto helado. Lo he visto durante una pesadilla sufrida una noche en mi igloo urbano, como puede denominarse mi alcoba después de sobrevivir unos días sin calefacción.
Año III, opus 86
Llevo unos días sin escribir ni leer blogs porque la caldera de gas propano que proporcionaba calefacción y agua caliente a mi humilde casa ha dado su último suspiro en estos días, los más fríos del invierno mostoleño. Podía haber tenido arreglo, pero finalmente se ha decidido acelerar la muerte de la caldera gracias a que en España no es ilegal la eutanasia de electrodomésticos y la Iglesia todavía no predica contra ello. La última reparación que se hizo le costó más de quinientos euros a mi ingenuo bolsillo, aunque ahora he descubierto para mi vergüenza que lo que la hacía funcionar era un miserable puente eléctrico, una chapuza trapera.
Como pueden imaginar, la casa sin calefacción ha sido poseída por un frío de ultratumba, tanto que me he visto obligado a tatuarme en mi cráneo a la intemperie una advertencia para mis posibles amantes: «Consumir completamente una vez descongelado». En tan duras condiciones, apetece poco sentarse ante el ordenador, antes bien, apetece más utilizarlo de combustible en una hoguera. Me fastidia, además, que todos me recuerden que, dado que es invierno, es normal pasar frío, es decir, que «en este tiempo, no se puede esperar otra cosa».
Por alguna razón, es difícil escribir con frío. Por añadidura, un oso polar ha invadido mi casa atraído por el clima que reina en ella y me exige demasiada atención como para dedicarme a las letras. Podrán refutarme ustedes que los escritores nórdicos, hoy en día muy de moda, escriben en territorios de temperaturas más canallas que las de España, donde unos simples copos de nieve abren los noticieros y las portadas de la prensa. Sin embargo, es sabido que ni Larsson ni Mankel escribían en la calle, sino al abrigo de una calefacción que yo, durante estos días carezco. Puede que las neuronas se ralenticen con el frío como las moléculas de un gas, unas neuronas las mías que ya eran, en condiciones normales, lentas y ceremoniosas.
Es cierto que este problema mío no es el más importante del mundo, pero me viene al pelo (es una frase hecha, disculpen) para entender que esta situación no sólo me afecta a mí, sino a mucha gente. Veamos:
Me asomo al balcón de la política española y me encuentro con un temporal helado que azota el país, una ola de frío compuesto por la pérdida sin sentido de derechos sociales, subidas de impuestos, tramas de corrupción política, noticias sobre despilfarros de dinero público y administraciones públicas en bancarrota, brokers volando en círculo sobre los bancos centrales europeos, miles de comercios con el cartel de "Se traspasa" y una lista de desempleados en progresión inacabable. Un panorama desolador, como el que debieron encontrarse Amundsen y Scott camino del Polo Sur, helado e inhumano.
España es un país sin calefacción por la avería de una caldera de alto consumo comprada a plazos que aún estamos pagando; por el fallo de un sistema de calefacción individual que, según se nos quiere hacer creer, se ha producido por culpa de los que, precisamente, menos se calentaban. Los inquilinos estamos afectados por el síndrome de la fatalidad necesaria, una de las consecuencias de la hipotermia, que nos hace miramos unos a otros con el moquillo congelado en la punta de la nariz buscando consuelo en la cercanía y la resignación. Observamos con mucho recelo al técnico especialista que ha venido a reparar la caldera (es indiferente de qué partido sea) porque sabemos que la reparación nos va a costar un dineral, que vamos a tener que pagar mano de obra a precio de artista, materiales de juzgado de guardia y desplazamiento en coche oficial. Para colmo, en nuestro fuero interno tenemos la fundada sospecha de que la reparación no va a ser sino una chapuza, que nos van a sacar de la crisis puenteando unos cables y luego un «ya veremos».
Lo peor de todo es que el frío nos paraliza las conciencias y nos da pereza salir a gritarle al mundo que sabemos que todas las necesarias medidas tomadas por el gobierno no tienen como finalidad crear empleo, al contrario, lo destruirá. Sabemos que sólo se pretende pagar el chantaje de los prestamistas y mercachifles preocupados por sus bonos y decididos fatalmente a que el estado social europeo que nació en la segunda mitad del siglo XX se sustituya por el concepto de estado de la especulación. Pero todo eso nos da igual. Cada vez hay más personas que al hablar de esto dicen resignadamente que «en estos tiempos, no se puede esperar otra cosa».
Mañana me instalarán la caldera nueva y así se lo explico al oso polar, eligiendo bien las palabras porque el pobre perdió su parcela de banquisa helada con el calentamiento global, la crisis inmobiliaria del Polo Norte. Se marchará gritando «UN DESALOJO, OTRA OKUPACIÓN», pero no me preocupa, porque sé que en España encontrará hielo sin problemas, sólo tendrá que leer los periódicos y bucear en los corazones.
Como pueden imaginar, la casa sin calefacción ha sido poseída por un frío de ultratumba, tanto que me he visto obligado a tatuarme en mi cráneo a la intemperie una advertencia para mis posibles amantes: «Consumir completamente una vez descongelado». En tan duras condiciones, apetece poco sentarse ante el ordenador, antes bien, apetece más utilizarlo de combustible en una hoguera. Me fastidia, además, que todos me recuerden que, dado que es invierno, es normal pasar frío, es decir, que «en este tiempo, no se puede esperar otra cosa».
Por alguna razón, es difícil escribir con frío. Por añadidura, un oso polar ha invadido mi casa atraído por el clima que reina en ella y me exige demasiada atención como para dedicarme a las letras. Podrán refutarme ustedes que los escritores nórdicos, hoy en día muy de moda, escriben en territorios de temperaturas más canallas que las de España, donde unos simples copos de nieve abren los noticieros y las portadas de la prensa. Sin embargo, es sabido que ni Larsson ni Mankel escribían en la calle, sino al abrigo de una calefacción que yo, durante estos días carezco. Puede que las neuronas se ralenticen con el frío como las moléculas de un gas, unas neuronas las mías que ya eran, en condiciones normales, lentas y ceremoniosas.
Es cierto que este problema mío no es el más importante del mundo, pero me viene al pelo (es una frase hecha, disculpen) para entender que esta situación no sólo me afecta a mí, sino a mucha gente. Veamos:
Me asomo al balcón de la política española y me encuentro con un temporal helado que azota el país, una ola de frío compuesto por la pérdida sin sentido de derechos sociales, subidas de impuestos, tramas de corrupción política, noticias sobre despilfarros de dinero público y administraciones públicas en bancarrota, brokers volando en círculo sobre los bancos centrales europeos, miles de comercios con el cartel de "Se traspasa" y una lista de desempleados en progresión inacabable. Un panorama desolador, como el que debieron encontrarse Amundsen y Scott camino del Polo Sur, helado e inhumano.
España es un país sin calefacción por la avería de una caldera de alto consumo comprada a plazos que aún estamos pagando; por el fallo de un sistema de calefacción individual que, según se nos quiere hacer creer, se ha producido por culpa de los que, precisamente, menos se calentaban. Los inquilinos estamos afectados por el síndrome de la fatalidad necesaria, una de las consecuencias de la hipotermia, que nos hace miramos unos a otros con el moquillo congelado en la punta de la nariz buscando consuelo en la cercanía y la resignación. Observamos con mucho recelo al técnico especialista que ha venido a reparar la caldera (es indiferente de qué partido sea) porque sabemos que la reparación nos va a costar un dineral, que vamos a tener que pagar mano de obra a precio de artista, materiales de juzgado de guardia y desplazamiento en coche oficial. Para colmo, en nuestro fuero interno tenemos la fundada sospecha de que la reparación no va a ser sino una chapuza, que nos van a sacar de la crisis puenteando unos cables y luego un «ya veremos».
Lo peor de todo es que el frío nos paraliza las conciencias y nos da pereza salir a gritarle al mundo que sabemos que todas las necesarias medidas tomadas por el gobierno no tienen como finalidad crear empleo, al contrario, lo destruirá. Sabemos que sólo se pretende pagar el chantaje de los prestamistas y mercachifles preocupados por sus bonos y decididos fatalmente a que el estado social europeo que nació en la segunda mitad del siglo XX se sustituya por el concepto de estado de la especulación. Pero todo eso nos da igual. Cada vez hay más personas que al hablar de esto dicen resignadamente que «en estos tiempos, no se puede esperar otra cosa».
Mañana me instalarán la caldera nueva y así se lo explico al oso polar, eligiendo bien las palabras porque el pobre perdió su parcela de banquisa helada con el calentamiento global, la crisis inmobiliaria del Polo Norte. Se marchará gritando «UN DESALOJO, OTRA OKUPACIÓN», pero no me preocupa, porque sé que en España encontrará hielo sin problemas, sólo tendrá que leer los periódicos y bucear en los corazones.