jueves, 27 de diciembre de 2012

Vuelve a casa por Navidad

N. del A. Alguien me comentó el otro día que, en su opinión, las navidades le parecían absurdas a casi  todo el mundo y yo recordé que había esbozado un relato navideño suficientemente absurdo como para no desentonar en estas señaladas fechas. Lo publico ahora para demérito de mi honra y mácula de mi reputación. 
Año III, opus 121
La fachada de la casa estaba iluminada con bombillas de todos los colores. Un árbol de Navidad adornado y luminoso recibía al viajero que entraba por la cancela en el jardín, completamente nevado y apenas mancillado por las pisadas trotonas de las ardillas y alguna que otra liebre.

El viajero que entraba venía vestido de militar, con un petate al hombro, fina nieve repartida por el gastado tres cuartos que lo cubría y una sonrisa resplandeciente, como la de quien ve recompensada la ansiedad de llegar a casa. De nuevo en el hogar.

En la radio suena una famosa melodía: «Vuelveee, a casa vuelveee, por Navidaaad...» Es Nochebuena.

Abrió la puerta una mujer enjoyada que al verlo, se lleva las manos a la boca, pero aún así, no puede reprimir un grito de alegría. Se abrazan entre lágrimas y gritos alborozados. Al fondo, junto a la chimenea, un hombre de pelo cano espera inmóvil, emocionado, pero sereno, con una lágrima que furtiva asoma por su ojos y un ligero temblor en los labios. Cuando el viajero llega a él, se abrazan. El anciano rebosa alegría, ternura y orgullo, muchísimo orgullo.

Los tres cenaron alegres, charlando animadamente, brindando y riendo. Tienen muchas cosas que contarse. A los postres, delante de una bandeja llena de ricos turrones y dulces navideños, el hombre mayor y el joven militar se miran uno a otro, escrutadores. Una situación extraña, los dos se miraban como si estuvieran al tanto de un secreto común.

El hombre canoso tomó la iniciativa. 

- Creo que tú y yo estamos pensando lo mismo- afirmó con decisión y un sonrisa paternal y condescendiente.

- ¿Qué es? ¿qué es?- La mujer enjoyada no  comprendía la situación.

- Efectivamente, creo que tú has llegado a la misma conclusión que yo - Era el viajero el que hablaba con un polvorón en la boca.

El hombre canoso sonrió satisfecho por su descubrimiento. Mientras se servía una copita de licor, enunció sus conclusiones:

- Hijo, yo creo que tú te has equivocado de casa. Nosotros no somos tus padres.

La mujer miró al muchacho con atención. ¿Tú crees, Ramiro?, contestó al anciano, sin estar convencida. 

-Así es, reconoció el viajero, estoy de acuerdo con esta observación. Yo me precio de ser una persona observadora y desde que he llegado a esta casa, he  apreciado diferentes detalles que me han hecho deducir que no había llegado a casa de mis padres.

En primer lugar, dijo, la forma de servir la mesa, la colocación de los platos, todo ello le resultaba sospechoso, toda vez que en su casa se acostumbraba a comer todos de la misma fuente. Posteriormente, estaba el jardín. Su casa no tenía jardín, era un apartamento en un octavo piso y además, en el centro de la ciudad y eso ya le hizo sospechar firmemente. El siguiente indicio le parecía no menos determinante y es que sus padres habían muerto hace algunos años asesinados por una cobaya que había perdido el control de sus emociones. Evidentemente, concluyó, aquellos buenos señores no eran familia suya.

El hombre canoso celebró que sus sospechas resultaran acertadas y miró con orgullo al resto de comensales. 

- Además, hijo, hay otros detalles que me sorprende que mi esposa haya pasado por alto. Sí, como recordarás, querida - miró a su mujer para afianzar el razonamiento- nosotros no tenemos ningún hijo haciendo el servicio militar, sólo tenemos una sobrina que es puta en Londres.

Todos rieron tontamente. El hombre canoso levantó su copa y con voz ceremoniosa dijo:

- Hijo, estoy orgulloso de ti. No sé quién demonios eres, pero comes polvorones como si fueras de nuestra familia. No obstante, espero que comprendas que te pida que te vayas, pues no acostumbramos a pasar la noche con desconocidos, ni aunque sean hijos nuestros. 

Los tres  brindaron de nuevo joviales y felices. El viajero tomó su petate y se marchó silencioso por la cancela del jardín, bajo la mirada curiosa de las ardillas. En la calle preguntó a un señor con bigote si siempre nevaba así en ese barrio.

- No lo sé- dijo el señor de bigote- Yo vivo en un piso en el centro. 


La respuesta llenó de esperanza al viajero vestido de militar. ¿Le gustan las cobayas?, preguntó.

- No, muy poco, prefiero los polvorones - respondió el señor de bigote. 

Y los dos se agarraron del brazo y fueron muy felices.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Un NO rotundo al Fin del Mundo.

El fin del mundo está llegando al
Mediterráneo  español desde los años 60:
 una oleada de cemento invade el mar
N. del A.: En otro artículo del primer día de este año (pinche aquí si no ha escarmentado usted aún) ya decía unas cuantas tonterías sobre el fin del mundo previsto por los mayas, pero es que aquellos nobles indios debían fumar la misma hierba que fumaba Nostradamus y los responsables de Youtube, según se puede leer en las noticias recientes, que relacionan todo esto.
Año III Opus 120

Me niego rotundamente a aceptar ese fin del mundo que nos viene impuesto desde el extranjero. A los mayas que lo predijeron ya les llegó su fin del mundo antes de que aparecieran los españoles por allí. Aquellos españoles, por cierto, se esmeraron en proporcionar el apocalipsis gratuitamente a la mayoría de los indígenas americanos de entonces, pero los mayas ya habían tenido el suyo particular. Lo siento.

Un fin del mundo debe emanar de la soberanía popular y no ser una condición impuesta por los mercados de capital internacionales. No queremos un apocalipsis que ni nos va ni nos viene, sino un fin del mundo español, a la manera tradicional nuestra, es decir, una fiesta hoy y mañana un Dios dirá.

No podemos aceptar que, por conveniencia de unos pocos, tengamos que cargar con un Armaggedon globalizado, ya que cada pueblo tiene su propia escatología y no debemos inmiscuirnos en la forma en que cada cual quiera irse al infierno. En este blog creemos en el derecho de autodestrucción de los pueblos.

No podemos consentir que nos obliguen a los españoles a acudir al Juicio Final con la prima de riesgo por las nubes. Deberíamos habernos ido al infierno en la época de José María Aznar, quien presumía de tener una deuda pública con triple A, pero no ahora, en el peor momento.

No debemos extinguirnos sin haber completado el rescate de los bancos españoles, no sea que los culpables del desastre se libren del castigo eterno, alegando que son insolventes. Paguemos hasta el último euro para asegurarnos de que los cuecen a la brasa.

No debemos acudir al Juicio Divino sin haberle proporcionado un juicio humano al camarada Urdangarín, el de las obras pías sin afán de lucro, ni a tantos y tantos pillines que moran en el suelo patrio. No podemos presentarnos ante la justicia Divina en el mismo banquillo que todos ellos.

No es momento de catástrofes, ahora que estamos privatizando la Sanidad, pues no sabemos si los seguros privados cubrirán los tratamientos contra la Peste, ni momento de pasar más Hambre de la que ya se pasa en España, ni podemos tener más Guerra ahora que incluso manifestarse en la calle es ya delito. En cuanto a la Muerte, sí, que venga, que en España siempre nos hemos reído mucho de ella. 

No podemos irnos ahora que somos campeones del mundo de fútbol. No podemos abandonar el planeta ahora que vamos a cobrar la paga de Navidad los pocos españoles que no somos funcionarios, no estamos en paro o no estamos embargados para siempre. No queremos morirnos el día de antes del Sorteo de Lotería de Navidad, no sea que nos toque y podamos pagarnos un buen abogado en el Juicio Final. 

Hay muchas más razones para negarnos. Yo quisiera hacer un llamamiento a la unidad, para que salgamos todos a la calle a impedir con nuestra voz el Fin del Mundo. Que el  Apocalipsis sea sólo para quien se lo merezca.




jueves, 13 de diciembre de 2012

Leer en el metro

N. del A. Se lee poco en España. Cada vez se lee menos y en peores condiciones. Es cada vez más difícil leer por encima del hombro del vecino. ¿Qué quieren? ¿Que nos compremos nuestro propio periódico? Inenarrable. Increíble.

Año III, opus 119


Sé que leer por encima del hombro de la persona que está a nuestro lado es una falta de educación. Es de muy mala educación. Lo sé, pero yo lo hago. 

No crean que lo hago por ahorrarme el dinero del periódico o por diversificar mis conocimientos. Todo eso también influye, pero yo lo hago porque es inevitable. Si voy en el tren de cercanías, o en el ferrocarril metropolitano y alguien está leyendo a mi lado tengo que saber qué lee. Da igual si está leyendo una revista de peluquería, yo miraré por encima de su hombro para enterarme de cómo se ponen unos bigudíes. Da igual si está leyendo el prospecto farmacéutico de un medicamento: yo quiero enterarme para qué sirven esos supositorios, toda vez que la vía de administración me la imagino sin problemas.

Sin embargo, no todo son facilidades. A diario me encuentro con muchos incovenientes para el noble placer de la lectura por encima del hombro.

En el autobús, por ejemplo, no puedo leer porque me mareo. Alguna vez he estado tentado de pedirle al viajero de mi lado que cerrase el libro, porque estaba mareándome por fijar tanto la vista, lo cual supone obviamente una falta de empatía por su parte, pues antes de abrir el libro debería haberme preguntado si yo era propenso a los mareos. Máxime cuando los autobuses interurbanos de aquí requieren, al parecer, una conducción propia de una película de Sam Peckinpah. 

La prensa gratuita no ha hecho tampoco ningún bien. Antes, se podía leer muy bien el periódico en el metro. Los lunes, por ejemplo, buscaba siempre sentarme al lado de alguien que llevara el Marca para enterarme de los resultados de la jornada futbolera del domingo anterior. Otros días, se podía elegir entre sentarse al lado del que leía El País, los más, o el Abc, los menos. Ahora, desde que la prensa gratuita se entrega en las bocas de metro, nadie compra un diario decente. Sí, no hace falta leer por encima del hombro, porque en cuanto termine nos lo regala, pero no es lo mismo que hurtar la lectura. Además, el estilo periodístico de estos diarios es cada vez más insulso y está consiguiendo estropear mi prosa con su abundancia de incorrecciones y lugares comunes.

Otra amenaza son los libros electrónicos. Estos artefactos infames tienen una pantalla que no deja leer desde el lateral. Es imposible leerlos de soslayo. Ni de frente: a mi me gusta saber qué libro está leyendo la persona que está enfrente mía y por la portada del libro lo sé. Según lea novela romántica, novela negra o clásicos grecolatinos puedo hacerme una idea de cómo es esa persona, gracias a todo tipo de prejuicios acumulados. Con los lectores de e-book no puedo. Y me da una rabia feroz.

El inglés. El maldito idioma de Shakespeare me priva también de mi derecho a la lectura. Cada vez hay más personas leyendo libros en inglés, no por ser extranjeros, que son españoles de nacimiento ni por ser estudiantes de idiomas, que no lo son. Lo hacen sólamente para fastidiarme. Para humillarme. Nada hay más molesto que intentar leer por encima del hombro en otro idioma. El otro día, una señorita llevaba uno impreso en chino. Me dieron ganas de denunciarla. 

Corren malos tiempos para el transporte público. Se cancelan inversiones, se reducen los servicios, se aumentan significativamente los precios y por si esto fuera poco, cada vez es más difícil leer de gorra. Y dicen que en España se lee poco, pero no es culpa nuestra, sino de quienes no fomentan la lectura prohibiendo los libros electrónicos o escritos en inglés o la prensa en castellano caníbal. 

Sólo me consolaría sentarme al lado de alguien usara su i-pad en el metro para leer mi blog. Aunque si es lunes, preferiría el Marca.


sábado, 1 de diciembre de 2012

Quiero una estatua ecuestre

La estatua del Cid es una de mis favoritas,
 aunque yo le cambiaría la espada por
una brocheta de carne

N. del A. Vanitas vanitatum, omnia est vanitas. El Ecclesiastés sabía lo que decía: todo es vanidad. Inexplicablemente, a todos nos gusta que nos recuerden después de nuestra muerte, aún cuando no estaremos allí para disfrutarlo. Así ha sido en toda época y es que, como también decía el Ecclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol.


Año III Opus 118
La vanidad es uno de los mayores pecados de hombres y mujeres. Lo sé porque pertenezco a uno de esos dos grupos y soy vanidoso como el que más. La gloria que me reporta este blog no cabe en mí. Los miles, qué digo miles, los cientos de miles, millones de seguidores de esta publicación que esperan ansiosos ver un nuevo post en sus tabletas y ordenadores han henchido mi corazón de orgullo y se despierta en mí el prurito de la inmortalidad. Como mi carne no durará siempre, necesito una buena estatua que inmortalice mi obra.. Yo necesito perdurar, aunque sea en efigie.

Yo quiero que me erijan una estatua cuando abandone esta vida, pero no antes, que da mala suerte. Una estatua pública erigida en una plaza donde se instale un mercadillo todos los jueves y donde se reúnan los defensores de cualquier causa los domingos. Con una peana bien grande, donde luzca bien mi nombre y un rótulo que explique claramente cuánto ha costado hacer el monumento y si el dinero se recaudó por suscripción popular o fue necesario desviar fondos previstos para un hospital infantil. Con un pequeño estanque alrededor donde los turistas se refresquen los pies y los recién casados se fotografíen frente a mí en ridículas poses.Y que esté protegido por un kiosco donde toquen músicos y su tejadillo me resguarde de las deyecciones de las palomas, que tendrán que descargar sobre los músicos, los novios, los turistas, los manifestantes o los comerciantes del mercadillo.

Y no olvidemos lo más importante: debe ser una estatua ecuestre. No hay nada que dé más gloria que una estatua ecuestre. ¿Podemos imaginarnos a un Simón Bolívar inmortalizado sobre una bicicleta? ¿O a un Marco Aurelio a lomos de un borrico? ¿Quién se acordaría ahora del general Espartero si no fuera por la hombría del caballo de su estatua?. Quiero perdurar para la historia subido a un hermoso caballo rampante y señalando algo lejano, lo que sea, no importa qué, con el dedo corazón de mi mano.

Quienes me conocen saben de qué material quiero mi monumento. No la quiero del mismo material que los demás, que normalmente los monumentos se fabrican con el hierro de los cañones, el plomo de las balas, el mármol de los despachos, la madera de las cruces, los huesos de los pobres o las lágrimas de las viudas. La estatua debe estar hecha de pan. De rico pan de masa madre, amasado y cocido a la leña en la madrugada con harina blanca de trigo, de cultivo ecológico si es posible, por esforzadas panaderas al ritmo de coplas populares.

Sería útil que la estatua tuviera dos asas para que se amarren las sogas con las que me derribarán, que no quisiera padecer el escarnio de que aten los cabos a los belfos o al escroto de mi caballo. Porque todo acaba así, siempre se derriba a los tiranos y a los impostores  y a los granujas de medio pelo. Las palabras de este blog desaparecerán algún día entre los bytes de la nube y con el pan de mi estatua se alimentarán las palomas que, ahora sí, cubrirán mi peana con su guano.

Aceptemos esta ley de la vida. Disfrutemos del pan en vida, que nada es para siempre, pero ¡cuesta tan poco soñar que disfrutamos la gloria de estar subido eternamente a un brioso caballo de pan!.


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