sábado, 1 de diciembre de 2012

Quiero una estatua ecuestre

La estatua del Cid es una de mis favoritas,
 aunque yo le cambiaría la espada por
una brocheta de carne

N. del A. Vanitas vanitatum, omnia est vanitas. El Ecclesiastés sabía lo que decía: todo es vanidad. Inexplicablemente, a todos nos gusta que nos recuerden después de nuestra muerte, aún cuando no estaremos allí para disfrutarlo. Así ha sido en toda época y es que, como también decía el Ecclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol.


Año III Opus 118
La vanidad es uno de los mayores pecados de hombres y mujeres. Lo sé porque pertenezco a uno de esos dos grupos y soy vanidoso como el que más. La gloria que me reporta este blog no cabe en mí. Los miles, qué digo miles, los cientos de miles, millones de seguidores de esta publicación que esperan ansiosos ver un nuevo post en sus tabletas y ordenadores han henchido mi corazón de orgullo y se despierta en mí el prurito de la inmortalidad. Como mi carne no durará siempre, necesito una buena estatua que inmortalice mi obra.. Yo necesito perdurar, aunque sea en efigie.

Yo quiero que me erijan una estatua cuando abandone esta vida, pero no antes, que da mala suerte. Una estatua pública erigida en una plaza donde se instale un mercadillo todos los jueves y donde se reúnan los defensores de cualquier causa los domingos. Con una peana bien grande, donde luzca bien mi nombre y un rótulo que explique claramente cuánto ha costado hacer el monumento y si el dinero se recaudó por suscripción popular o fue necesario desviar fondos previstos para un hospital infantil. Con un pequeño estanque alrededor donde los turistas se refresquen los pies y los recién casados se fotografíen frente a mí en ridículas poses.Y que esté protegido por un kiosco donde toquen músicos y su tejadillo me resguarde de las deyecciones de las palomas, que tendrán que descargar sobre los músicos, los novios, los turistas, los manifestantes o los comerciantes del mercadillo.

Y no olvidemos lo más importante: debe ser una estatua ecuestre. No hay nada que dé más gloria que una estatua ecuestre. ¿Podemos imaginarnos a un Simón Bolívar inmortalizado sobre una bicicleta? ¿O a un Marco Aurelio a lomos de un borrico? ¿Quién se acordaría ahora del general Espartero si no fuera por la hombría del caballo de su estatua?. Quiero perdurar para la historia subido a un hermoso caballo rampante y señalando algo lejano, lo que sea, no importa qué, con el dedo corazón de mi mano.

Quienes me conocen saben de qué material quiero mi monumento. No la quiero del mismo material que los demás, que normalmente los monumentos se fabrican con el hierro de los cañones, el plomo de las balas, el mármol de los despachos, la madera de las cruces, los huesos de los pobres o las lágrimas de las viudas. La estatua debe estar hecha de pan. De rico pan de masa madre, amasado y cocido a la leña en la madrugada con harina blanca de trigo, de cultivo ecológico si es posible, por esforzadas panaderas al ritmo de coplas populares.

Sería útil que la estatua tuviera dos asas para que se amarren las sogas con las que me derribarán, que no quisiera padecer el escarnio de que aten los cabos a los belfos o al escroto de mi caballo. Porque todo acaba así, siempre se derriba a los tiranos y a los impostores  y a los granujas de medio pelo. Las palabras de este blog desaparecerán algún día entre los bytes de la nube y con el pan de mi estatua se alimentarán las palomas que, ahora sí, cubrirán mi peana con su guano.

Aceptemos esta ley de la vida. Disfrutemos del pan en vida, que nada es para siempre, pero ¡cuesta tan poco soñar que disfrutamos la gloria de estar subido eternamente a un brioso caballo de pan!.


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