N. del A. Nuestros abuelos hacían ejercicio gratis porque trabajaban de sol a sol y aún llegaban a la noche con ganas de comer sopas de pan y engendrar una familia numerosa. En cambio a nosotros nos cuesta dinero el gimnasio, las mallas, el gorro de piscina, las mancuernas y las bebidas isotónicas, para llegar después a casa y cenar una insulsa ensalada frente al televisor. Cosas del progreso.
Año III opus 117
Como ya he confesado en otras entradas mis problemas de sobrepeso, todos deben saber ya que soy un gordito adorable, condenado a perpetuidad a hacer ejercicio y dietas que siempre me dejan igual de gordito, pero cada vez menos adorable. A pesar de mi natural y gallarda resistencia, los hados del destino se han encargado personalmente de matricularme en un gimnasio, donde acudo de forma absolutamente irregular y arbitraria como no podía ser menos en un indolente profesional.
Para ir un día al gimnasio y que nos queden ganas de volver hay que despojarse de prejuicios y vergüenzas. Ser el más grueso de los gimnastas no debe sonrojarnos sino, en todo caso, motivarnos. Hay que autoconvencerse de que a aquella señorita que luce un tren inferior tan enojosamente divino en el aerobic podré seducirla, no con mi cuerpo apolíneo, sino con mi desbordante simpatía y que el hércules que levanta pesas como ruedas de molino no tiene ninguna oportunidad.
Llevado por mi espíritu aventurero, el otro día entré en un aula donde se practicaba una especie de aerobic basado en pasos de baile latino. No debo tener prejuicios ni vergüenza alguna porque yo fuera el único varón del grupo, si excluimos al monitor y a la docena de demonios que aparentemente lo poseían por el ritmo que impuso. Tampoco debo avergonzarme de ser el único que salió del aula antes de terminar la clase, ni tampoco de salir como salí yo: andando a gatas con la lengua a rastras y pidiendo confesión. No obstante, que esto último no salga de aquí.
Cuando me repuse y mi alma volvió a habitar en mí, decidí dedicarme a los clásicos, es decir, la bicicleta estática. Me coloqué el reproductor de mp3 en los oídos y al ritmo de los Dire Straits, inicié tranquilamente el pedaleo a través de kilómetros inexistentes. Al poco tiempo llegó a la máquina contigua una mujer de edad algo más que avanzada, regordeta, con gafas y con cara de haberme vendido verdura fresca en alguna ocasión. Como la mayoría de ustedes, yo estoy tan cargado de prejuicios que a punto estuve de ayudar a la buena señora a subirse a la máquina de los pedales. La realidad me puso en mi sitio.
Como mi vista alcanzaba a ver el marcador de su aparato donde se indica la distancia teóricamente recorrida y la velocidad de pedaleo, comprobé con horror cómo mi vecina estaba alcanzando los mismos números que yo, habiendo empezado después y es que pedaleaba con mucho más garbo que quien esto escribe. Intolerable para ese ego de macho ibérico que tenemos todos aunque todos lo neguemos. Para invertir la situación, cambié a la carpeta de los AC/DC en el reproductor que tienen un ritmo más vivo y demarré esperando sacarle distancia a la inoportuna. Al principio bien, pero en cuanto flaqueaba, ella recortaba distancias.
Como mi vista alcanzaba a ver el marcador de su aparato donde se indica la distancia teóricamente recorrida y la velocidad de pedaleo, comprobé con horror cómo mi vecina estaba alcanzando los mismos números que yo, habiendo empezado después y es que pedaleaba con mucho más garbo que quien esto escribe. Intolerable para ese ego de macho ibérico que tenemos todos aunque todos lo neguemos. Para invertir la situación, cambié a la carpeta de los AC/DC en el reproductor que tienen un ritmo más vivo y demarré esperando sacarle distancia a la inoportuna. Al principio bien, pero en cuanto flaqueaba, ella recortaba distancias.
Ya llegaba a los diez kilómetros y no conseguía despegarme. Incluso, para mayor escarnio, se permitía hablar con una amiga sobre la operación de su Enrique sin dejar de pedalear a un ritmo más rumboso que el mío. En cierto momento, me adelantó, pero yo contraataqué, poniéndome a rueda primero y demarrando después . Estuve muy atento a si notaba algún cambio de viento que me permitiera hacer una maniobra para esprintar, como si estuviéramos corriendo el Tour de Francia. Mientras, forcé el ritmo, cambiando a Metallica.
Finalmente, ella se bajó y se fue con su amiga charlando de forma distraída, sin saber que había estado compitiendo conmigo. Este episodio me demostró que en el gimnasio no hay que tener prejuicios, como el que yo tuve con la señora y tampoco vergüenza de que al terminar mi ejercicio en la bicicleta estática yo levantase lo brazos como si cruzara triunfante la meta.
Si hicieran un ranking de innobleza en gimnasio, yo estaría el primero destacado, pero como digo, no hay que avergonzarse de ello. Hay quien va al gimnasio por placer, yo por prescripción facultativa. Miro la silueta del gimnasio como si fuera una caja de supositorios porque para mí es una medicina.
Finalmente, ella se bajó y se fue con su amiga charlando de forma distraída, sin saber que había estado compitiendo conmigo. Este episodio me demostró que en el gimnasio no hay que tener prejuicios, como el que yo tuve con la señora y tampoco vergüenza de que al terminar mi ejercicio en la bicicleta estática yo levantase lo brazos como si cruzara triunfante la meta.
Si hicieran un ranking de innobleza en gimnasio, yo estaría el primero destacado, pero como digo, no hay que avergonzarse de ello. Hay quien va al gimnasio por placer, yo por prescripción facultativa. Miro la silueta del gimnasio como si fuera una caja de supositorios porque para mí es una medicina.
Y nadie debe avergonzarse de tomar un medicamento.