N. del A. El incremento desproporcionado de los desahucios por impago de hipotecas ha sido tal que los políticos empiezan a preocuparse un poquito por esta tragedia. Obsérvese que el diminutivo que empleo en el adverbio "poquito" indica a partes iguales ironía y enojo porque no se da el mismo trato al "hipotecador" que al hipotecado.
Año III Opus 116
Unos agentes de policía se presentaron en el puesto fronterizo de La Junquera. Llevaban escrita la palabra "Polizei" en la espalda y les acompañaba un cerrajero.
Unas pocas docenas de locos, oportunamente repelidos por las fuerzas de orden público, increpaban a los agentes, pero finalmente, al socaire de escudos y porras el cerrajero pudo hacer su labor: abrió las puertas de España para que entrara la policía.
Fueron momentos trágicos. Los españoles se negaban a abandonar su país, pero finalmente, entre llantos y gritos, todos los habitantes tuvieron que retirarse con las pertenencias que podían acarrear a vivir en una balsa, en aguas internacionales.
¿Todos? No, unos pocos miles de granujas, acaparadores y corruptos que habían llevado al país a esta situación se quedaron en su club de golf, contando billetes.
Los españoles no fueron los primeros: Meses antes se había desahuciado a los griegos, pero los españoles no son griegos y no hicieron nada. Luego desahuciaron Portugal, pero los españoles no son portugueses y tampoco hicieron nada. Finalmente fueron a por lo españoles y entonces los italianos, que no son españoles, no hicieron nada.
¿Todos? No, unos pocos miles de granujas, acaparadores y corruptos que habían llevado al país a esta situación se quedaron en su club de golf, contando billetes.
Los españoles no fueron los primeros: Meses antes se había desahuciado a los griegos, pero los españoles no son griegos y no hicieron nada. Luego desahuciaron Portugal, pero los españoles no son portugueses y tampoco hicieron nada. Finalmente fueron a por lo españoles y entonces los italianos, que no son españoles, no hicieron nada.
Ese mismo día, en televisión, una señora de rostro implacable y pelo cortado a tazón, explicaba en un pulido alemán la oportunidad y justicia de semejante desahucio:
«La deuda de un país hay que pagarla. No podemos tolerar morosos aventureros que se gastan su fortuna en aeropuertos para bicicletas. Queremos una Europa seria y justa. Ésta es la verdadera justicia universal: tanto tienes, tanto vales.»
Detrás de ella, aplausos y comentarios de aprobación en danés, holandés y sueco. Unas pocas docenas de locos, oportunamente repelidos por las fuerzas de orden público, exigían que se acepte la dación en pago del territorio español para saldar la deuda, pero esta solución no se considera, porque el valor de la marca España no alcanza para pagar el importe del pufo.
En un país vacío y despoblado, un cartel anuncia que SE VENDE y aporta un número de teléfono para que llamen los interesados. Los nuevos dueños dejaron de pagar la cuota de la comunidad de vecinos, pero entre todos los españoles no pudieron reunir el dinero necesario para pleitear, porque la justicia ya no era un derecho gratuito en el país.
Mientras, en aguas internacionales, una balsa con cuarenta y dos millones de españoles vende paquetes de pañuelos, tres por un euro, a los barcos que pasan. Compiten duramente con otra balsa que alberga a once millones de griegos. Estaban todos desolados, se deshacían en lágrimas preguntándose cómo habían llegado a esto y si la culpa era del gobierno central, o del regional, o del provincial, o del comarcal o o del municipal.
Hasta que una niña de nueve años hizo una pregunta. Todos los que estaban en la balsa la miraron asombrados por la sencillez de la pregunta y después se miraron unos a otros preguntándose cómo no se les había ocurrido antes. Tras un breve debate, los cuarenta y dos millones de españoles que había en la balsa estuvieron de acuerdo en lo que había que hacer a continuación.
Remaron entre todos y acercaron la balsa a la orilla. Al día siguiente, todos los españoles habían recobrado su casa y su vida.
¿Todos? No, todos no. La balsa zarpó de nuevo mar adentro, pero esta vez viajaban en ella unos pocos miles de granujas, acaparadores, corruptos y una señora rubia con el pelo cortado a tazón.
Hasta que una niña de nueve años hizo una pregunta. Todos los que estaban en la balsa la miraron asombrados por la sencillez de la pregunta y después se miraron unos a otros preguntándose cómo no se les había ocurrido antes. Tras un breve debate, los cuarenta y dos millones de españoles que había en la balsa estuvieron de acuerdo en lo que había que hacer a continuación.
Remaron entre todos y acercaron la balsa a la orilla. Al día siguiente, todos los españoles habían recobrado su casa y su vida.
¿Todos? No, todos no. La balsa zarpó de nuevo mar adentro, pero esta vez viajaban en ella unos pocos miles de granujas, acaparadores, corruptos y una señora rubia con el pelo cortado a tazón.
Me ha encantado esta fábula, la verdad. Aunque la veo un poco irreal porque no veo que haya nada (ni siquiera una invasión extraterreste) que pueda poner de acuerdo a un grupo de españoles en nada, así que imagínate a 42 millones.
ResponderEliminar→natsnoC: sin duda, lo terrible de esta historia es que lo más increíble sea que los españoles nos pongamos de acuerdo.
EliminarPor que caber todos en una balsa es difícil, pero posible.
Ug