N. del A. Alguien me comentó el otro día que, en su opinión, las navidades le parecían absurdas a casi todo el mundo y yo recordé que había esbozado un relato navideño suficientemente absurdo como para no desentonar en estas señaladas fechas. Lo publico ahora para demérito de mi honra y mácula de mi reputación.
Año III, opus 121
La fachada de la casa estaba iluminada con bombillas de todos los colores. Un árbol de Navidad adornado y luminoso recibía al viajero que entraba por la cancela en el jardín, completamente nevado y apenas mancillado por las pisadas trotonas de las ardillas y alguna que otra liebre.
El viajero que entraba venía vestido de militar, con un petate al hombro, fina nieve repartida por el gastado tres cuartos que lo cubría y una sonrisa resplandeciente, como la de quien ve recompensada la ansiedad de llegar a casa. De nuevo en el hogar.
En la radio suena una famosa melodía: «Vuelveee, a casa vuelveee, por Navidaaad...» Es Nochebuena.
Abrió la puerta una mujer enjoyada que al verlo, se lleva las manos a la boca, pero aún así, no puede reprimir un grito de alegría. Se abrazan entre lágrimas y gritos alborozados. Al fondo, junto a la chimenea, un hombre de pelo cano espera inmóvil, emocionado, pero sereno, con una lágrima que furtiva asoma por su ojos y un ligero temblor en los labios. Cuando el viajero llega a él, se abrazan. El anciano rebosa alegría, ternura y orgullo, muchísimo orgullo.
Los tres cenaron alegres, charlando animadamente, brindando y riendo. Tienen muchas cosas que contarse. A los postres, delante de una bandeja llena de ricos turrones y dulces navideños, el hombre mayor y el joven militar se miran uno a otro, escrutadores. Una situación extraña, los dos se miraban como si estuvieran al tanto de un secreto común.
El hombre canoso tomó la iniciativa.
- Creo que tú y yo estamos pensando lo mismo- afirmó con decisión y un sonrisa paternal y condescendiente.
- ¿Qué es? ¿qué es?- La mujer enjoyada no comprendía la situación.
- Efectivamente, creo que tú has llegado a la misma conclusión que yo - Era el viajero el que hablaba con un polvorón en la boca.
El hombre canoso sonrió satisfecho por su descubrimiento. Mientras se servía una copita de licor, enunció sus conclusiones:
- Hijo, yo creo que tú te has equivocado de casa. Nosotros no somos tus padres.
La mujer miró al muchacho con atención. ¿Tú crees, Ramiro?, contestó al anciano, sin estar convencida.
-Así es, reconoció el viajero, estoy de acuerdo con esta observación. Yo me precio de ser una persona observadora y desde que he llegado a esta casa, he apreciado diferentes detalles que me han hecho deducir que no había llegado a casa de mis padres.
En primer lugar, dijo, la forma de servir la mesa, la colocación de los platos, todo ello le resultaba sospechoso, toda vez que en su casa se acostumbraba a comer todos de la misma fuente. Posteriormente, estaba el jardín. Su casa no tenía jardín, era un apartamento en un octavo piso y además, en el centro de la ciudad y eso ya le hizo sospechar firmemente. El siguiente indicio le parecía no menos determinante y es que sus padres habían muerto hace algunos años asesinados por una cobaya que había perdido el control de sus emociones. Evidentemente, concluyó, aquellos buenos señores no eran familia suya.
El hombre canoso celebró que sus sospechas resultaran acertadas y miró con orgullo al resto de comensales.
-Así es, reconoció el viajero, estoy de acuerdo con esta observación. Yo me precio de ser una persona observadora y desde que he llegado a esta casa, he apreciado diferentes detalles que me han hecho deducir que no había llegado a casa de mis padres.
En primer lugar, dijo, la forma de servir la mesa, la colocación de los platos, todo ello le resultaba sospechoso, toda vez que en su casa se acostumbraba a comer todos de la misma fuente. Posteriormente, estaba el jardín. Su casa no tenía jardín, era un apartamento en un octavo piso y además, en el centro de la ciudad y eso ya le hizo sospechar firmemente. El siguiente indicio le parecía no menos determinante y es que sus padres habían muerto hace algunos años asesinados por una cobaya que había perdido el control de sus emociones. Evidentemente, concluyó, aquellos buenos señores no eran familia suya.
El hombre canoso celebró que sus sospechas resultaran acertadas y miró con orgullo al resto de comensales.
- Además, hijo, hay otros detalles que me sorprende que mi esposa haya pasado por alto. Sí, como recordarás, querida - miró a su mujer para afianzar el razonamiento- nosotros no tenemos ningún hijo haciendo el servicio militar, sólo tenemos una sobrina que es puta en Londres.
Todos rieron tontamente. El hombre canoso levantó su copa y con voz ceremoniosa dijo:
- Hijo, estoy orgulloso de ti. No sé quién demonios eres, pero comes polvorones como si fueras de nuestra familia. No obstante, espero que comprendas que te pida que te vayas, pues no acostumbramos a pasar la noche con desconocidos, ni aunque sean hijos nuestros.
Los tres brindaron de nuevo joviales y felices. El viajero tomó su petate y se marchó silencioso por la cancela del jardín, bajo la mirada curiosa de las ardillas. En la calle preguntó a un señor con bigote si siempre nevaba así en ese barrio.
- No lo sé- dijo el señor de bigote- Yo vivo en un piso en el centro.
La respuesta llenó de esperanza al viajero vestido de militar. ¿Le gustan las cobayas?, preguntó.
La respuesta llenó de esperanza al viajero vestido de militar. ¿Le gustan las cobayas?, preguntó.
- No, muy poco, prefiero los polvorones - respondió el señor de bigote.
Y los dos se agarraron del brazo y fueron muy felices.