sábado, 18 de febrero de 2012

La Guerra de las Hormigas

N. del A. Hoy les propongo otra situación doméstica, a ver si ustedes, que son tan vivos, encuentran cuál es la moraleja de esta historia. Si la encuentran, díganmela, que yo no soy tan vivo. 
Año III, opus 91
Al principio de llegar a esta casa donde vivo no estuve solo. Mi casa era la razón social de un hormiguero de modestas proporciones compuesto por miles de hormigas tenaces y batalladoras que, seguramente por ser educadas comunitariamente por su sociedad sin el modelo de una madre y un padre, exhibían un comportamiento absolutamente intolerable para un humano como yo. 

Tenía el hormiguero varias salidas por los azulejos de la cocina y por el rodapié del salón, de manera que podían acceder fácilmente a los restos de comida que mis hijos abandonaban indolentemente en contra de mis esfuerzos por enseñarles que en la guerra nunca se abandonan los recursos a merced del enemigo. En tan sólo unas horas,  las malvadas hormigas trazaban un detallado plan de acceso a la comida y lo ejecutaban con precisión suiza.  Desarrollaban una ordenada y admirable cadena de hormigas donde todas trabajaban como si fueran una sola. No parecían hormigas españolas. 
Tenían la misma predilección por los donuts que yo. Entonces, ¿porqué
no pesaba cada una de ellas noventa kilos? ¿Es que los donuts engordan
más a los homínidos que a los himenópteros?
En mis relaciones con el reino animal me rijo por el criterio de la reciprocidad. Yo no me alimento de leones y exijo por lo tanto a los leones no me devoren a mi. Tendría toda la razón del mundo un cordero lechal que pretendiera comerme las costillas, porque no haría otra cosa que ser recíproco conmigo. Con las hormigas exijo que se atengan al mismo criterio: yo no me introduzco en su hormiguero acompañado de diez mil amigos míos a deambular por él en busca de comida. Este mismo comportamiento es lo que les pedía a las hormigas. 

Dejemos aparte el debate de quién llegó primero, porque sólo es estéril demagogia. Yo, al contrario que ellas, tengo  un contrato legal de alquiler y   la comida la he pagado yo y es mía. Como buen eurocomunista que soy, considero una injusticia la existencia de la propiedad privada siempre que no me toquen lo que es mío. La conducta atrevida y hostil de las hormigas y sus reiteradas violaciones de mi soberanía territorial constituyeron  fundamentalmente la razón de la declaración de guerra.

En primer lugar, seguí la táctica de la tierra quemada para vencer al enemigo privándole de sus recursos. Guardaba concienzudamente la comida, eliminaba cuidadosamente todos los restos y limpiaba los suelos con productos especiales. Daba igual, cualquier descuido provocaba un desaforado ataque de las hormigas y se formaban de nuevo las caravanas del expolio. 

En una segunda fase, inicié la guerra química. Los insecticidas más potentes del mercado combinados con selladores para tapar los agujeros. Incluso urdía trampas con azúcar envenenada. Cada verano, renovaba las operaciones en forma de guerra preventiva, al más puro estilo de G.W. Bush. Fue inútil, siempre volvían. 

En la última fase de la guerra, me empleé a fondo en el cuerpo a cuerpo y la guerra de guerrillas. Espiaba agazapado detrás de una silla a que pasaran las hormigas exploradoras que, con insolencia y osadía, se internaban despreocupadamente por la casa. Las capturaba vivas, para interrogarlas. Las torturaba despiadadamente para que confesaran dónde estaban las entradas al hormiguero, pero jamás obtuve de ellas ni una sola información. Sólo su nombre y su rango. Un valor así no se ha visto nunca en ejército alguno. 

Cuando ya había abandonado la idea de vencer al enemigo por medios militares y acariciaba la idea de una solución negociada, las hormigas abandonaron mi casa. Desde hace más de un año no aparecen, ni siquiera las exploradoras. Las costumbres se vuelven a relajar y de nuevo podemos vivir como guarros arrojando sin aprensión las mondas de fruta al suelo. Las extraño mucho. A veces me escondo para vigilar la basura con la esperanza de que vuelvan a aparecer.  Parece que nada hermana más que el odio mutuo.

Sólo ahora he sabido lo que ha pasado. Nada había podido con ellas, ni la guerra química, ni la traición ni la tortura. Sólo la crisis económica las ha vencido: el hormiguero ha declarado el cierre patronal y todas las hormigas han sido despedidas de su empleo. Ahora estarán pasando los lunes al sol, disputando en el parque las migas de pan a las palomas. Ignoro cuánto de culpa tengo yo de su desgracia,  pero aunque las combatí con todas mis fuerzas, ahora estoy dispuesto a donar parte de mis desperdicios para que las hormigas tengan una caja de resistencia. 

Y les pido reciprocidad, que el día en que yo perdiere mi empleo, ellas me ayuden trayéndome miguitas de pan robadas a las palomas.


4 comentarios:

  1. Que genial manera de explicar un problema doméstico! Espero y deseo que nunca llegue el día que ellas tengan que ser solidarias contigo y que tu empleo dure y dure tanto como tu desees.

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    1. →Layna: espero que sí, que nunca tenga que depender de lo que me traigan las hormigas.
      Muchas gracias,
      UG

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  2. Tus posts son desde luego de lo más ingenioso que hay. Divertidísimo este de las hormigas, la verdad.

    Genial esa teoría de la reciprocidad, aunque me pregunto cómo se aplica a las gallinas.

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    1. →natsnoC: Muchísimas gracias. Ahora que lo mencionas, con las gallinas creo que no guardo el criterio de la reciprocidad, tendré que reformularlo.

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Sus comentarios son bienvenidos, muchas gracias.

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