domingo, 28 de noviembre de 2010

Yo lo maté


N. del A. Todos tenemos temores, dudas y sinrazones en nuestro interior. Es nuestro deber aprender a dominarlos o de lo contrario ellos nos dominarán a nosotros. La parte consciente y racional de nuestro cerebro es la que nos hace humanos, no la subconsciente, que ésa, al menos en mi caso, sigue siendo de primate. La entrada de hoy es para ilustrar esta idea, pero comprenda usted que es un relato, que yo no he matado a nadie. Conscientemente, claro.

-Sí, yo lo maté, señor comisario.


Con estas temblorosas palabras confesaba mi crimen, la cabeza entre mis manos e incómodamente sentado frente a la mesa donde reinaba el funcionario de policía. En la comisaría, un sinfín de personas entraban y salían de los despachos: funcionarios, letrados, detenidos, víctimas, familiares, periodistas o simplemente sospechosos. Yo había llegado esa mañana temprano a entregarme, con los pies descalzos y ensangrentados, vestido solo a medias. Estuve vagando así toda la noche por las calles.

- Soy subinspector sólamente. ¿Quiere tomar algo? ¿Un café de la máquina, tal vez? Créame, comer algo mientras se confiesa ayuda a hacer brotar las palabras.

Acepté el café que me ofrecían en un vaso de plástico y después un chocolate muy caliente.  Tenía razón, me tranquilizó. Me animó a continuar:

-Cálmese, tómese su tiempo y cuénteme qué ha pasado.

- Confesar, eso es lo que quiero, confesar mi crimen, porque yo lo he matado, hoy mismo, esta misma noche y he sido yo, sólo yo...  Hoy he dado muerte a mi propio subconsciente, a mi otro yo, a esa voz de la conciencia que todos llevamos dentro,  a ese ser que no conocemos, pero que habita en nuestro cerebro sin nuestro permiso, a costa de nuestros miedos y nuestras pasiones.

El policía no movió ni un ápice la expresión de su rostro. Esta confesión no es nueva para él, ha visto muchas cosas en la vida. Otro funcionario más joven, sentado detrás de él, tomaba nota de mi declaración, redactando lo mejor que podía en un ordenador.

-Siga, siga, ha matado usted a su yo subconsciente, ¿sabe por qué lo ha hecho?- Las preguntas las hacía con seguridad y profesionalidad- ¿Quiere usted un donut para acompañar su tercer chocolate?

Le respondí que sí, dos donuts de chocolate y otros dos de azúcar, por favor.

- Por supuesto que sé por qué lo hice - continué-, no vaya usted a creer que me arrepiento. Eso no. Estoy nervioso porque sé que debo afrontar las consecuencias de lo que acabo de hacer. Yo lo he matado y no ha sido por error, no ha sido un arrebato de ira o de celos. Lo he matado porque mi otro yo..., porque mi subsconsciente era... No sé cómo definirlo...

Un hijoputa, aventuró el policía.

- Eso es, un verdadero hijoputa, señor inspector, así era mi otro yo.

Diciendo esto agradecía con la mirada al funcionario que hacía de escribiente, que hace poco se había levantado para traerme una lata de cerveza Mahou bien fría. Puso también sobre la mesa un plato con jamón de Teruel, queso extremeño y pan candeal, de cual comimos.  En el pasillo, dos prostitutas se peleaban rabiosamente y rodaron hasta nosotros entre insultos y mordiscos, derribando muebles y personas.

- No soy inspector, sólo subinspector- dijo el policía, mientras separaba a las contendientes con la ayuda de tres agentes.

- Todos tenemos un subconsciente ¿no es así?- Yo lo preguntaba conociendo perfectamente la respuesta - Pero no todos tenemos un subconsciente como el mío. Mi otro yo era una persona tremendamente enojosa. Y aunque no debía ser así, yo era plenamente consciente de él. Oía su voz en mi interior, que opinaba sobre todo lo que hacía. No hagas esto, no hagas lo otro, mira lo dices, mira lo que haces... No, capitán, mi alter ego se hacía pasar por subconsciente, pero no lo era.

- Sub-inss-peec-tooor, no capitán ¿Más jamón? ¿Tal vez algo de chistorra?

-¡Cuántas mujeres habrá alejado de mí, ese mal nacido! Ésa no te conviene, aquélla sólo quiere obtener la nacionalidad, esta otra no, que es fea como un demonio, la de ayer no te quería, la de hoy no te querrá... ¡Cuántos proyectos me ha hecho abandonar, provocándome pereza y desgana! ¡A cuántos sitios he dejado de ir simplemente porque me ha infundido dudas y temores!

En ese punto yo estaba llorando. No eran remordimientos, era el vino de Jumilla de la bota que me ofreció el policía, que por por el trajín de la refriega me había caído directamente sobre los ojos. Alguien metía baza a patadas en la pelea entre las dos mujeres, probablemente el chulo de ambas. Al intentar reducirlo, uno de los agentes derramó parte del gazpacho que nos traía el escribiente. Por fortuna, había más.
Seguí con mi relato mientras pelaba los langostinos, de piel sonrosada y carne blanquísima. «La tarde anterior estuve con una mujer. Estuvimos en un hammam, disfrutando uno y otro de las aguas y el reposo. Hasta que intervino mi yo interior intentando hacerme dudar de ella. Horroroso. Yo no quise escucharle, no debía escucharle.

»Luego, reconfortados e ilusionados cenamos alegremente en un restaurante muy pequeño, familiar y acogedor. Mi alter ego presionaba, tú lo sabes, ella no te puede querer, ¿estás seguro de que no "hay nadie más"...? Yo no quise escucharle, pero empezaba a escucharle. ¿Aceitunas? Sí, gracias, las probaré también.»

El fragor de la batalla del pasillo se recrudecía. Ahora intervenían nuevos agentes y una estanquera de Bravo Murillo, histérica, con un ojo a la funerala, repartía bastonazos a diestro y siniestro. -¿Se va a comer esas chuletillas, comisario?-pregunté.

- Subinspector, por favor. Déjeme alguna chuleta de palo y siga declarando mientras ayudo a esposar a la madre del proxeneta.

- Ya no quedan de palo. Yo no quería escuchar al subconsciente, pero insistió una y otra vez. Fuimos a bailar, casi no bailamos, nos quedamos en un rincón discreto, escuchando la música sin decirnos casi nada, agarrados de las dos manos. Te está engañando, te está tomando el pelo. No podía escucharle, pero le escuchaba. ¿Tiene usted el sacacorchos? Fuimos a casa de ella, bailamos juntos, muy juntos y al poco tiempo nos besábamos, desnudos, en la cama. No le gustas, está fingiendo, me decía el muy cabrón.

» No pude soportarlo más tiempo y me fui corriendo escaleras abajo con la ropa en la mano. Ella se quedó con el rostro deformado por el estupor y la decepción. En el portal empecé a vestirme. No te quería, no vuelvas a subir, no le pidas nunca perdón... Fue lo último que me dijo: tomé uno de los calcetines que aún no me había puesto y se lo introduje en la boca; con el otro le tapé la nariz y esperé a que se asfixiara en sus convulsiones. Fue lento y cruel, no obstante eran calcetines de dieciocho horas; al final mi subconsciente quedó inerte para siempre encima de mis pantalones, con una desagradable expresión de asco. Quedó en el suelo de un portal donde yo no volveré jamás.

» Y estuve toda la noche, de acá para allá, desorientado, sin saber dónde ir, hasta que acabé aquí, señor guardia.»

El escribiente dejó el teclado y buscó un pastelillo de la bandeja, pero yo me había acabado los últimos. Miró a su jefe que volvía magullado; durante la pelea, un drogadicto que no tenía nada que ver con la discusión había aprovechado para golpearle en la cabeza. Por fortuna, se pudo defender con el extintor con el que apagaba el fuego que provocó la mayor de las prostitutas. La estanquera y un agente de paisano yacían sin sentido abrazados encima de la fotocopiadora.

El policía se sentó de nuevo, esta vez en la silla al lado de la mía. No debía preocuparme, me dijo.

En España - me explicó- no existe legislación aplicable en cuanto a las lesiones ocasionadas a seres inmateriales. Técnicamente, no es delito. Se ve a menudo, hay mucha gente que en cuanto puede asesina a su reputación, sin ir más lejos. Veo que a usted le preocupa, pero matar a un subconsciente no es algo nuevo ni tan grave. Yo lo he hecho. Y no soy guardia, soy subinspector, le repito.

-¿De verdad ha asesinado usted también a su subconsciente- pregunté sorprendido.

-El mío no, el de mi esposa, que era un declarado enemigo mío desde el tercer año de matrimonio. Un día le disparé con la reglamentaria. Créame que desde entonces, nuestra vida sexual ha mejorado muchísimo. Lo siguiente es cepillarme el de mi cuñada, para alcanzar la perfección en mi vida doméstica.

Ahora estaba desorientado y sin saber que hacer. - Entonces, ¿no es delito? ¿Puedo irme a mi casa a desayunar?

-Sí, hombre sí, vaya usted- respondió el policía-, pero una cosa le voy a aconsejar, usted debe hacerse ver por un buen profesional.

- Ya me parece a mi también. Necesito un buen psiquiatra, ¿no cree usted?

-No -el policía respondió con firmeza-, un buen dietista, lo que usted necesita es un buen especialista en nutrición. Come usted como un lobo, oiga, como un lobo.




miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ya nadie se preocupa por las maestras

N. del A. Hoy les aporto una lección sobre historia de las relaciones laborales, que como saben, ya no son igual de paternalistas que antes. Y es una pena, porque quién nos va a querer mejor que un padre.


Me ha llegado hoy este documento en una cadena de correo electrónico, así que el origen del mismo no puede ser más incierto. Ignoro quién lo digitalizó, ni de qué fuente lo ha obtenido, ni si ésta misma persona lo hizo con permiso o si se deslizó de noche en un archivo secreto para fotofilmarlo con una cámara escondida en las lentillas.


Es obvio, por lo tanto, que tampoco sé si es verdadero. No obstante, puesto que viene de internet, es con toda seguridad absolutamente fidedigno, porque nadie en la Red publicaría una cosa que no es cierta ¿no?  Nadie en su sano juicio. Eso se sabe.

Pues una vez bien establecido y aposentado mi acrisolado rigor científico, aprendido con la lectura de la prensa diaria, les recomiendo que lean con detenimiento el siguiente contrato, que no tiene desperdicio:





Este contrato de maestras de un colegio de Cuenca en 1923  contenía muchas ventajas laborales indiscutibles, fuera de toda discusión desde el punto de vista de los principios de Seguridad e Higiene, disciplina ésta donde, aunque parezca otra cosa, se ha avanzado poco. El Consejo de Educación de la Escuela, en adelante el empleador, exhibía un espíritu altamente bienhechor, más propio de un padre que de un patrón; este espíritu, por desgracia, se ha perdido para siempre en los contratos actuales. La salud y el bienestar de la maestra, en adelante la empleada, era un objetivo prioritario en las relaciones laborales. Y si no vean ustedes mismos:
  1. Cuatro meses, cuatro,  de vacaciones, en los que poder disfrutar los ahorros de las 75 pesetillas ganadas en los ocho meses anteriores.
  2. Conciliación de la vida laboral y familiar: no casándose, sólo se tiene vida laboral.
  3. Toque de queda y horarios estrictos propios de un monje Shaolín, todo lo cual proporciona a la señorita sosiego para su alma y disciplina necesaria para su cuerpo.
  4. Preocupación muy viva por la salud de la maestra, alejándola de los helados, el alcohol y la nicotina.
  5. Otrosí, preocupación vivísima por la salud de la maestra, alejándola también de los hombres.
  6. Interés por la economía de la señorita, pues evitando que suba a un coche conducido por un hombre, con ello se evita también que utilice los taxis, que son caros. Salvo, claro está, que los conduzcan su padre o su hermano que, es de suponer, no le cobrarían.
  7. Garantías de que no sufrirá penosos malentendidos, al insistir en desterrar los colores brillantes y los tintes del cabello.
  8. Multifunción asegurada: además de enseñar a leer a los gamberrillos, podrá disfrutar de tareas alternativas como la limpieza o el mantenimiento de la escuela.
  9. Calefacción en el propio aula (cuando haya algún mueble que quemar)
  10. Insistencia en la salud de la maestra: acumular enaguas bajo el vestido y mostrar menos de 5 centímetros de pantorrilla le era muy útil a la señorita para evitar cistitis y otras dolencias de las partes sumergidas, y es al mismo tiempo una poderosa herramienta para poder cumplir con éxito la última de las cláusulas, la más clara: nada, nada de polvos.
En fin, maestras que me leen, que hay alguna, lo siento por ustedes. Nunca más podrán disfrutar de esta atención y mimo debido a que ya nadie se preocupa así por el profesorado. Porque no hay nadie empeñado en vigilar sus caóticos horarios; tampoco si en sus vidas privadas (¡Jesús, como si les hiciera falta!) toman alcohol o fuman, o ya en el colmo de la dejadez y el abandono, pueden incluso tomar helados sin que nadie se lo recrimine. No se les permite, ni ustedes lo propician, barrer las aulas ni hacer fuego en ellas. Conducen coches donde pudieran subir hombres, con tal de que no sean su padre o su hermano y nadie les avisará si los colores vivos de su ropa o su pelo alcanzan a ser prostibularios.

Por supuesto, habrá muchas de ustedes que usen menos de dos enaguas y los 5 cm de distancia del vestido hasta el tobillo hoy en día son referidos, por qué no, desde el vestido hasta la ingle. Y nadie que les quiera bien pondrá coto a este desmán, poniendo con ello, en grave peligro de cistitis, zonas que bien pudieran ser declaradas de interés turísitico.

Y en cuanto a los polvos, docentes lectoras, pues tampoco - o tempora, o mores-, tampoco hay nadie ya que se lo impida.



Lil Shoes, Pequeñas etapas de la vida

sábado, 20 de noviembre de 2010

Noche portuguesa

 
N. del A. En algún sitio he comentado ya el momento en que decidí abrir este blog, hoy simplemente les amplío información. Ustedes no me los demandaban, pero yo, tan servicial como siempre y adelantándome a sus deseos, les ofrezco los detalles. Inicialmente iba a ser un blog sobre historia, luego ha acabado en un diario personal. Y es que quien mal empieza, mal acaba.

Atardecer en Culatra (Portugal) Foto del Tío Eugenio
Siete personas, cinco mujeres y dos hombres, que hace dos días no se conocían, desembarcan al atardecer en grupos de tres y cuatro en la playa de la isla de Tavira. El último en desembarcar, el viajero número siete, vuelve la cabeza para mirar el pequeño velero que les sirve de alojamiento y transporte y respira profundamente satisfecho.

Lo primero, una caminata por la playa, preciosa, impresionante, de arena fina, sin urbanizar..., un paseo en dirección al poniente, vigilando el sol que se esconde al final de la playa con una parsimonia y dignidad propia de un embajador. El viajero número siete contempla el ocaso sobrecogido por la belleza ¿Han conocido ustedes un atardecer en Portugal? No lo dejen pasar, créanme.

Tarde portuguesa
azafrán y quieta.

Atardecer en Tavira (Portugal) Foto del Tío Eugenio
 Alcanzan el confín de la playa y vuelven sus pasos, la playa se muestra entonces a sus espaldas de color dorado y la sombra, muy alargada ya, les precede en el camino de regreso hasta el inicio de la playa. Caminan a ratos por la arena, a ratos por la espuma blanca que las olas extienden. Un restaurante con mesas al aire libre les espera: ya es noche cuando llegan.

La cena. Siete personas que hace tan poco no se conocían, reconfortados por el paseo, cenan alegremente con la brisa en el rostro y el sonido del mar a su alrededor. Marisco, pescado y arroz en un caldero, vinho verde  en las copas. Les acompañan todos los mosquitos de la isla, que tambien demostraron esa noche un saludable apetito.

Al terminar la cena, una noche preciosa, alguien propone volver a la playa. Tumbados en la arena bajo la inmensa noche portuguesa, siete viajeros, reposan satisfechos. El viajero número siete comparte con los demás sus vicisitudes con el mecanismo del retrete del barco y todos ríen: es la noche portuguesa.

Noche portuguesa,
antracita y quieta.

Regreso al barco. El patrón, que debe repatriar a sus viajeros, no llega; desde el embarcadero, es llamado a voces. Son ya la una y media, otros noctámbulos de la playa colaboran en vocear el nombre del velero. Finalmente, llega el patrón y reembarca a sus viajeros en la lancha en grupos de tres y de cuatro.

En el velero, rondas de mojitos y de risas. A cierta hora, las siete personas que hace dos días no se conocían se van a descansar. El viajero número siete no puede dormir en el camarote por el calor y por la cafeína de las pastillas antimareo. De hecho no ha dormido nada en las dos noches precedentes y tampoco lo hará en las restantes; sin embargo se siente feliz, inexplicablemente feliz.

Sale a cubierta y se tumba en la hamaca del patrón. Pasa allí en vela las horas que quedan hasta el amanecer, con la noche portuguesa por edredón. Y eso le permite pensar...

Pensar en su vida, pasada, presente y futura. El viajero número siete, en flagrante situación de bienestar, está en las condiciones físicas y mentales adecuadas para pensar y decidir. Decidió algunas cosas sobre su vida, de lo material y lo inmaterial. Entre otras cosas, pensará en aquellos relatos que había escrito hace tiempo y luego había tirado a la basura, porque pensaba que no valían nada.  ¿Por qué no?  Entre otras cosas, decidirá que no le importaría en el futuro que alguien los leyera. Daba igual, escribir sobre lo que sea. El viajero número siete decidió, entre otras cosas, abrir este diario que usted lee.

Y estando en esos pensamientos, amaneció.
Alba portuguesa,
nácar y quieta.         

Cristina Branco, TRAGO FADO NOS SENTIDOS

martes, 16 de noviembre de 2010

Berlanga

N.del A Por si acaso no han oído la prensa o leído la radio, Luis García Berlanga ha muerto.  Ahora, alcaldes y concejales, tendrán que apresurarse a poner su nombre a calles y parques,  para hacer ver que "están con la cultura". Probablemente pongan en la tele un ciclo con sus películas. Por fortuna, se le hizo un homenaje público recientemente, contraviniendo esa costumbre tan española de denostar en vida y homenajear a la muerte.

 (Le dedico esta entrada a @Francesca, reina soberana de El Club de los domingos, que esta semana cumple cuatro años. Los cumple el blog, no ella, si no he comprendido mal)

No es nada original escribir en estas fechas sobre la muerte de Berlanga, pero ya se imaginan ustedes que no estoy aquí para ser original, ya que, de ser esa mi intención, no escribiría en un blog como hace todo el mundo,  sino que haría, por ejemplo, un streap-tease colgado de un globo aerostático o cocinaría neumáticos al vapor.

Y sucede que declararse incondicional de Berlanga en estas fechas no es tampoco nada nuevo, todos lo hacen (¿por qué no yo?) e incluso muchos -no todos- de estos admiradores de toda la vida han visto sus películas conscientemente, es decir, pueden atribuirle varios títulos sin equivocarse demasiado. Yo debo ser uno de ellos.

Aunque yo renunciaba a la originalidad de antemano al elegir este tema, antes de titular esta entrada «Bienvenido Mr Berlanga» como era mi primera intención, tuve la precaución de servirme del siempre prodigioso buscador de Google y encontré que ésta era ya una expresión manida y popular en libros, noticias y blogs. Desechado, pues, el título original, lo sustituí por otro que no puede ser más sencillo, ya que normalmente lo simple es lo mejor.

Les diré que también era mi primera intención hablar de Bienvenido Mr Marshall y de «...Como alcalde vuestro que soy...», pero he revisado los recortes de prensa (mi graciosa forma de llamar a Google Reader) y he visto que el famoso discurso del alcalde de Villar del Río es también un lugar común en todos los comentarios y noticias. Gloria a Guadalix de la Sierra, que aparece, por una vez, en las noticias sin que lo asocien a Gran Hermano.

Así que una vez demostrado que no voy a ofrecer novedades a los lectores, paso a confesar que mi película favorita de Berlanga es Plácido. Y eso que he disfrutado y aprendido mucho con las otras. En La escopeta nacional y en Todos a la Cárcel Luis García Berlanga consigue demostrar brillantemente la falsedad y la hipocresía de los pelotas y correveidiles de cada régimen de turno, ya sea el de Franco, ya sea el de la España democrática. O lo que es lo mismo, que en todas partes y en todas épocas cuecen habas y se las comen los mismos.

 
"Y ni fueron felices, ni comieron perdices porque allí donde haya ministros un final feliz es imposible." (La escopeta nacional)
En El Verdugo Berlanga es capaz de convertir mágicamente un personaje a priori tan odioso como un verdugo en alguien entrañable, mostrando al ser humano que hay debajo de la capucha y nos enseña que lo que es para unos la muerte, para otros es la vida. 

Cómo no reír con La Vaquilla y con Moros y Cristianos o emocionarse con Calabuch y Los jueves milagro.

Sí, todo eso es cierto, pero... yo me quedo con Plácido.

Las peripecias de Cassen en un motocarro el día de Nochebuena, transportando una Cesta de Navidad que no era suya y a una familia, que sí era la suya, con una ganas terribles de comerse la cesta. Hambre, Honestidad, Hipocresía, son las tres haches que asocio con esta trama. Es un retrato cruel de nuestra  (no olvidemos que es la España de nuestros padres) sociedad, dentro del formato de comedia genial. Para mí siempre es admirable que consigan hacerme reír con lo que, en buena lógica, debería hacerme llorar.

En fin, que ya sé que no descubro nada nuevo, pero tenía que escribirlo, porque como bloguero suyo que soy les debo una explicación y esta explicación se la tenía que dar.

Les dejo con Plácido, hale.

sábado, 6 de noviembre de 2010

En busca de la mujer fatal


N. del A. La creación literaria es alimento del alma, pero perder la inspiración de determinada manera puede tener su utilidad práctica para algunas necesidades del cuerpo. No sé si he analizado correctamente el problema, el caso es que he intentado recrear las condiciones idóneas para perder exitosamente el numen y he fracasado.
Antes de nada, es el momento de imaginar la siguiente escena:

El escritor, antaño con éxito, ha perdido hoy completamente la inspiración: es un hombre sin ideas. Vive en un lóbrego cuarto de un hotel barato, bien puede ser en Nueva Orleans, durante la celebración del Mardi Grass, bien puede ser en La Habana de los años de la Revolución. Las paredes desnudas y desconchadas, la estancia revuelta y desordenada, con ropa sucia en los rincones, restos de comida en la mesilla y botellas de whiskey vacías por doquier. El sol de la tarde se filtra por la vetusta ventana e ilumina, rayo a rayo, el denso ambiente compuesto de ácaros y humo de cigarros mal apagados. En el pasillo resuenan las voces lascivas  y festivas de clientes y prostitutas. Lo que se escucha en la calle, bien puede ser los pasacalles del carnaval, bien puede ser los disparos al aire de los exultantes revolucionarios .

El escritor, abandonado por las Musas, se sienta en una frágil silla frente a su mesa. Viste una sucia camiseta sin mangas, sostiene una colilla en la boca y por todo cosmético la barba de varios días y un fuerte olor a alcohol barato. Entre trago y trago, introduce sin ningún cuidado una hoja de papel en su máquina de escribir portátil e inicia por enésima vez el primer capítulo de la novela:

"Aquella tarde, Joe llegó al bar un poco más tarde de la hora acostumbrada..."

El escritor que ha perdido las ideas lee con desesperación el renglón escrito y acto seguido, con rabia,  arranca  violentamente el papel de la máquina, hace una bola con él y lo lanza a un rincón, donde hará compañía a un sinfín de abortos de primeros capítulos. Largo trago de whiskey. Una empleada con una mueca de disgusto llama a la puerta para darle toallas limpias. Suena el teléfono, es su editor, le reclama el original de la nueva novela y le presiona y le humilla vergonzosamente, fracasado, eres un fracasado, cancelaremos tu contrato. Vuelven a llamar ¿más toallas? No, esta vez no, esta vez es... ella.

Una bellísima y cautivadora mujer, bien puede ser rubia platino con acento francés, bien puede ser mestiza morena con acento caribeño, cruza el umbral de la puerta contoneándose lúbrica y sensual. Entran con ella el Deseo y  la Perdición a la estancia...
**********

¿Ya se han imaginado la escena?

Bien, ¿qué hombre de ustedes no hipotecaría su alma por una femme fatale como la que iba a entrar en acción en el relato? Yo sí y me he propuesto ponerme a tiro, que aún no he sido catado por ninguna mujer estrictamente fatal con la edad que tengo y considero esta carencia una importante laguna en mi formación intelectual. Esa mujer que me salve de esta vida de decencia, honestidad y buena reputación debe estar esperándome, cerca, muy cerca, a punto de llamar a mi puerta.

Después de asistir en el cine y en la literatura a numerosas escenas como la descrita, considero probada la relación directa entre la degeneración de la especie y el aumento del atractivo sexual del escritor varón. De otra manera no se explicaría. Acepté los consejos de mi ex-asesor de imagen, quien decía que debía convertirme en un hombre muy romántico. Y a mí no se me ocurre un personaje más romántico que el escritor desinspirado, decadente y borrachuzo de la escena inicial. Toda mi vida he querido ser un tipo de esos u otros peores, así que muy serio y decidido me puse manos a la obra para convertirme en un verdadero escritor abandonado por las Musas. Cuanto mayor sea mi crisis creativa, más posibilidades tendré de traer la perdición a mi hogar. Objetivo: que me pierda una mujer fatal ¿Existe algúna razón mejor?

No lo he conseguido. He encontrado demasiadas dificultades para recrear el ambiente idóneo.

En primer lugar, no he logrado convertir mi casa en un hotelucho infecto. Los vecinos de mi rellano, gente respetabilísima y de probada rectitud, no accedieron a aparentar ser risueñas prostitutas y depravados puteros. Por cierto, después de pedírselo todos me miran de forma distinta.

En cuanto al ambiente exterior, en mi calle no resuenan las charangas del Mardi Grass o la barahúnda de los revolucionarios locos, únicamente mocosos jugando en la plaza y las bachatas de los dominicanos del séptimo. En la ambientación de los interiores, probé a transformar mi cuarto en un muladar: aunque no soy un maniático del orden, alguna directiva secreta en la programación de mi cerebro me ha impedido desordenar deliberadamente mi cuarto, así que tras intentarlo, al poco tiempo estaba llevando la ropa sucia a la lavadora y las basuras a sus cubos de reciclado. Siendo yo abstemio natural y no fumador, para remedar estos necesarios vicios decidí emborracharme con gaseosa y quemar mucho incienso. La gaseosa me ha proporcionado, sin embargo, muy poca alegría al espíritu y una considerable y molesta aerofagia a mi aparato digestivo. Y también les confirmo que el humo del incienso no es un sustituto válido del plomizo humo de los habanos.

Me han prestado una máquina de escribir portátil, pero no siendo mía la máquina, jamás la trataría con la necesaria violencia que los buenos escritores sin inspiración gastan, quienes, es de suponer, no ganan para rodamientos. Y el papel, pienso en los bosques, reducir, reutilizar, reciclar, jamás lo desperdiciaría en absurdos tiros libres.

No me amilané por estas primeras derrotas de la bohemia en la guerra contra la decencia, así que sentado frente a mi máquina prestada, me dispuse gozoso e impaciente a recibir la total indiferencia de las Musas con el aspecto más decadente que pude conseguir. Ese día ni me afeité ni me duché y me vestí con mi pijamita más bohemio, las zapatillas de Bugs Bunny, el rostro más lánguido del que fui capaz y un chupachús en la boca. Me sentía irresistible.

LLamaron a la puerta ¿una empleada con toallas limpias? ¿la mujer fatal ya? No, vaya chasco, era un vendedor de seguros, no gracias, no me interesa.

Volví a la mesa, puse una hoja en blanco en la máquina para provocar de alguna manera la pérdida de ideas. Las Musas debían abandonarme de un momento a otro. El teléfono. ¡Eso es, es un editor que quiere apretarme el culo para que termine la novela! ¡Síii! Pues no, tampoco, se trataba de una maravillosa oferta de ADSL en mi zona a la que no podía renunciar, pero que aún así rehusé valientemente, no gracias, no me interesa.

Volví al intento de autoinfligirme la desesperación de una sequía creadora, pero se me ocurrían mil cosas que escribir. ¿Estaría tal vez insuficientemente desaseado? De nuevo llamaron a la puerta. Esta vez estaba seguro de que se trataba de la bellísima mujer fatal que me estafaría el corazón y daría un sobreuso a  mi cuerpo. ¿Sería del modelo cubano de vestido corto floreado o del modelo orleanniano de vestido de noche? Sí, sí, por Dios, tiene que ser ella...

Me coloqué un poco el pijama, me atusé levemente la calvorota y abrí la puerta con la libido revolucionada y la esperanza en carne viva. Nueva decepción. Dos señores muy simpáticos y decentes, que si yo quería conocer por qué los Testigos de Jehová no celebran la Navidad. Pues no, gracias, es admirable, pero no me interesa.

¿Es que no se puede ser decadente en Móstoles? ¿Cómo van a pasar de mí las Musas en estas condiciones? Ya daba todo por perdido cuando llamaron por tercera vez a la puerta. 

¿Quienes serán ahora? ¿Qué querrán venderme? Harto ya de inoportunos abrí la puerta con una vehemencia desacostumbrada en mi y le dije a bocajarro a quien quiera que llamara antes de que pudiera abrir la boca:

«¡¡¡NO QUIERO CAMBIAR DE OPERADORA, NI DE SEGURO NI DE RELIGIÓN!!!. Buenas tardes ¿qué desea?»

En ese momento caí en la cuenta, se trataba de la más hermosa mujer que he visto,  bien podía ser rubia platino, bien podía ser morena mestiza. Llevaba un vestido de noche adornado con pedrerías y fumaba en pipeta (¿ha subido fumando en el ascensor? ¡Ay, si la ven los vecinos!) Sus piernas divinas se mostraban caprichosamente por la abertura del vestido y es seguro que esos pechos tan vivos tenían ya maduro un plan de fuga de su apretado corpiño. Los ojos inteligentes, lascivos y mágicos mostraron primero sorpresa, luego profunda decepción con una cruel caída de párpados. Después de mirarme de arriba a abajo, liberó lentamente una bocanada de humo directamente a mi cara y luego, sin decir nada, dio media vuelta con un contoneo lúbrico y sensual y bajó las escaleras para siempre.

Ahora ya lo sé, esa tarde dejé escapar la verdadera perdición de mi vida.



LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...