domingo, 28 de noviembre de 2010

Yo lo maté


N. del A. Todos tenemos temores, dudas y sinrazones en nuestro interior. Es nuestro deber aprender a dominarlos o de lo contrario ellos nos dominarán a nosotros. La parte consciente y racional de nuestro cerebro es la que nos hace humanos, no la subconsciente, que ésa, al menos en mi caso, sigue siendo de primate. La entrada de hoy es para ilustrar esta idea, pero comprenda usted que es un relato, que yo no he matado a nadie. Conscientemente, claro.

-Sí, yo lo maté, señor comisario.


Con estas temblorosas palabras confesaba mi crimen, la cabeza entre mis manos e incómodamente sentado frente a la mesa donde reinaba el funcionario de policía. En la comisaría, un sinfín de personas entraban y salían de los despachos: funcionarios, letrados, detenidos, víctimas, familiares, periodistas o simplemente sospechosos. Yo había llegado esa mañana temprano a entregarme, con los pies descalzos y ensangrentados, vestido solo a medias. Estuve vagando así toda la noche por las calles.

- Soy subinspector sólamente. ¿Quiere tomar algo? ¿Un café de la máquina, tal vez? Créame, comer algo mientras se confiesa ayuda a hacer brotar las palabras.

Acepté el café que me ofrecían en un vaso de plástico y después un chocolate muy caliente.  Tenía razón, me tranquilizó. Me animó a continuar:

-Cálmese, tómese su tiempo y cuénteme qué ha pasado.

- Confesar, eso es lo que quiero, confesar mi crimen, porque yo lo he matado, hoy mismo, esta misma noche y he sido yo, sólo yo...  Hoy he dado muerte a mi propio subconsciente, a mi otro yo, a esa voz de la conciencia que todos llevamos dentro,  a ese ser que no conocemos, pero que habita en nuestro cerebro sin nuestro permiso, a costa de nuestros miedos y nuestras pasiones.

El policía no movió ni un ápice la expresión de su rostro. Esta confesión no es nueva para él, ha visto muchas cosas en la vida. Otro funcionario más joven, sentado detrás de él, tomaba nota de mi declaración, redactando lo mejor que podía en un ordenador.

-Siga, siga, ha matado usted a su yo subconsciente, ¿sabe por qué lo ha hecho?- Las preguntas las hacía con seguridad y profesionalidad- ¿Quiere usted un donut para acompañar su tercer chocolate?

Le respondí que sí, dos donuts de chocolate y otros dos de azúcar, por favor.

- Por supuesto que sé por qué lo hice - continué-, no vaya usted a creer que me arrepiento. Eso no. Estoy nervioso porque sé que debo afrontar las consecuencias de lo que acabo de hacer. Yo lo he matado y no ha sido por error, no ha sido un arrebato de ira o de celos. Lo he matado porque mi otro yo..., porque mi subsconsciente era... No sé cómo definirlo...

Un hijoputa, aventuró el policía.

- Eso es, un verdadero hijoputa, señor inspector, así era mi otro yo.

Diciendo esto agradecía con la mirada al funcionario que hacía de escribiente, que hace poco se había levantado para traerme una lata de cerveza Mahou bien fría. Puso también sobre la mesa un plato con jamón de Teruel, queso extremeño y pan candeal, de cual comimos.  En el pasillo, dos prostitutas se peleaban rabiosamente y rodaron hasta nosotros entre insultos y mordiscos, derribando muebles y personas.

- No soy inspector, sólo subinspector- dijo el policía, mientras separaba a las contendientes con la ayuda de tres agentes.

- Todos tenemos un subconsciente ¿no es así?- Yo lo preguntaba conociendo perfectamente la respuesta - Pero no todos tenemos un subconsciente como el mío. Mi otro yo era una persona tremendamente enojosa. Y aunque no debía ser así, yo era plenamente consciente de él. Oía su voz en mi interior, que opinaba sobre todo lo que hacía. No hagas esto, no hagas lo otro, mira lo dices, mira lo que haces... No, capitán, mi alter ego se hacía pasar por subconsciente, pero no lo era.

- Sub-inss-peec-tooor, no capitán ¿Más jamón? ¿Tal vez algo de chistorra?

-¡Cuántas mujeres habrá alejado de mí, ese mal nacido! Ésa no te conviene, aquélla sólo quiere obtener la nacionalidad, esta otra no, que es fea como un demonio, la de ayer no te quería, la de hoy no te querrá... ¡Cuántos proyectos me ha hecho abandonar, provocándome pereza y desgana! ¡A cuántos sitios he dejado de ir simplemente porque me ha infundido dudas y temores!

En ese punto yo estaba llorando. No eran remordimientos, era el vino de Jumilla de la bota que me ofreció el policía, que por por el trajín de la refriega me había caído directamente sobre los ojos. Alguien metía baza a patadas en la pelea entre las dos mujeres, probablemente el chulo de ambas. Al intentar reducirlo, uno de los agentes derramó parte del gazpacho que nos traía el escribiente. Por fortuna, había más.
Seguí con mi relato mientras pelaba los langostinos, de piel sonrosada y carne blanquísima. «La tarde anterior estuve con una mujer. Estuvimos en un hammam, disfrutando uno y otro de las aguas y el reposo. Hasta que intervino mi yo interior intentando hacerme dudar de ella. Horroroso. Yo no quise escucharle, no debía escucharle.

»Luego, reconfortados e ilusionados cenamos alegremente en un restaurante muy pequeño, familiar y acogedor. Mi alter ego presionaba, tú lo sabes, ella no te puede querer, ¿estás seguro de que no "hay nadie más"...? Yo no quise escucharle, pero empezaba a escucharle. ¿Aceitunas? Sí, gracias, las probaré también.»

El fragor de la batalla del pasillo se recrudecía. Ahora intervenían nuevos agentes y una estanquera de Bravo Murillo, histérica, con un ojo a la funerala, repartía bastonazos a diestro y siniestro. -¿Se va a comer esas chuletillas, comisario?-pregunté.

- Subinspector, por favor. Déjeme alguna chuleta de palo y siga declarando mientras ayudo a esposar a la madre del proxeneta.

- Ya no quedan de palo. Yo no quería escuchar al subconsciente, pero insistió una y otra vez. Fuimos a bailar, casi no bailamos, nos quedamos en un rincón discreto, escuchando la música sin decirnos casi nada, agarrados de las dos manos. Te está engañando, te está tomando el pelo. No podía escucharle, pero le escuchaba. ¿Tiene usted el sacacorchos? Fuimos a casa de ella, bailamos juntos, muy juntos y al poco tiempo nos besábamos, desnudos, en la cama. No le gustas, está fingiendo, me decía el muy cabrón.

» No pude soportarlo más tiempo y me fui corriendo escaleras abajo con la ropa en la mano. Ella se quedó con el rostro deformado por el estupor y la decepción. En el portal empecé a vestirme. No te quería, no vuelvas a subir, no le pidas nunca perdón... Fue lo último que me dijo: tomé uno de los calcetines que aún no me había puesto y se lo introduje en la boca; con el otro le tapé la nariz y esperé a que se asfixiara en sus convulsiones. Fue lento y cruel, no obstante eran calcetines de dieciocho horas; al final mi subconsciente quedó inerte para siempre encima de mis pantalones, con una desagradable expresión de asco. Quedó en el suelo de un portal donde yo no volveré jamás.

» Y estuve toda la noche, de acá para allá, desorientado, sin saber dónde ir, hasta que acabé aquí, señor guardia.»

El escribiente dejó el teclado y buscó un pastelillo de la bandeja, pero yo me había acabado los últimos. Miró a su jefe que volvía magullado; durante la pelea, un drogadicto que no tenía nada que ver con la discusión había aprovechado para golpearle en la cabeza. Por fortuna, se pudo defender con el extintor con el que apagaba el fuego que provocó la mayor de las prostitutas. La estanquera y un agente de paisano yacían sin sentido abrazados encima de la fotocopiadora.

El policía se sentó de nuevo, esta vez en la silla al lado de la mía. No debía preocuparme, me dijo.

En España - me explicó- no existe legislación aplicable en cuanto a las lesiones ocasionadas a seres inmateriales. Técnicamente, no es delito. Se ve a menudo, hay mucha gente que en cuanto puede asesina a su reputación, sin ir más lejos. Veo que a usted le preocupa, pero matar a un subconsciente no es algo nuevo ni tan grave. Yo lo he hecho. Y no soy guardia, soy subinspector, le repito.

-¿De verdad ha asesinado usted también a su subconsciente- pregunté sorprendido.

-El mío no, el de mi esposa, que era un declarado enemigo mío desde el tercer año de matrimonio. Un día le disparé con la reglamentaria. Créame que desde entonces, nuestra vida sexual ha mejorado muchísimo. Lo siguiente es cepillarme el de mi cuñada, para alcanzar la perfección en mi vida doméstica.

Ahora estaba desorientado y sin saber que hacer. - Entonces, ¿no es delito? ¿Puedo irme a mi casa a desayunar?

-Sí, hombre sí, vaya usted- respondió el policía-, pero una cosa le voy a aconsejar, usted debe hacerse ver por un buen profesional.

- Ya me parece a mi también. Necesito un buen psiquiatra, ¿no cree usted?

-No -el policía respondió con firmeza-, un buen dietista, lo que usted necesita es un buen especialista en nutrición. Come usted como un lobo, oiga, como un lobo.




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